El cuento es uno de los subgéneros de la narrativa, por lo general es
breve que se caracteriza por tener pocos personajes, aunque puede
basarse en hechos reales, está marcado por la ficción, está escrito en
prosa y tiene un único argumento. Hay dos tipos de cuento: el cuento
popular (los que conocemos como los cuentos infantiles), y el cuento
literario que es elaborado con rigurosidad por un escritor que le
imprime su estilo y ritmo. (Ej. Julio Cortázar, García Márquez, Edgar
Allan Poe, Ernest Hemingway entre muchos otros. ).
Les dejo el link de una página que encontré en la que podrán
leer y descargar entre muchas opciones de autores y cuentos:
Además, el libro: "Antología de la literatura fantástica" que
contiene muchos cuentos breves:
http://biblio3.url.edu.gt/Libros/borges/borges.pdf
"Ficciones" uno de los libro de cuentos Jorge Luis Borges publicado en 1944.
https://libraryofbabel.info/Borges/Borges-Ficciones.pdf
Página para leer 100 cuentos de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges:
http://culturacolectiva.com/100-cuentos-de-julio-cortazar-y-jorge-luis-borges/
De uno de los exponentes más importantes de la narrativa latinoamericana, Gabriel García Márquez, "Doce cuentos peregrinos":
http://www.itvalledelguadiana.edu.mx/librosdigitales/Gabriel%20Garc%C3%ADa%20M%C3%A1rquez%20-%20Doce%20cuentos%20peregrinos.pdf
Uno de ellos: "Espantos de agosto":
"Ficciones" uno de los libro de cuentos Jorge Luis Borges publicado en 1944.
https://libraryofbabel.info/Borges/Borges-Ficciones.pdf
Página para leer 100 cuentos de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges:
http://culturacolectiva.com/100-cuentos-de-julio-cortazar-y-jorge-luis-borges/
De uno de los exponentes más importantes de la narrativa latinoamericana, Gabriel García Márquez, "Doce cuentos peregrinos":
http://www.itvalledelguadiana.edu.mx/librosdigitales/Gabriel%20Garc%C3%ADa%20M%C3%A1rquez%20-%20Doce%20cuentos%20peregrinos.pdf
Uno de ellos: "Espantos de agosto":
Espantos de agosto
[Cuento - Texto completo.]
Gabriel García Márquez
Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos
horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano
Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña
toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y
no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles
abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos
al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin
indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con
precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si
pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que
sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos
burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete
años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo
presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión
espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca
olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el
interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto
desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba
con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde
estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas
encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido
tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos
dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de
Arezzo.
-El más grande -sentenció- fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la
guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien
Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder
inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo
fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama
en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a
sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos
aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de
Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el
sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día,
con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no
podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a
sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro
después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus
dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y
se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e
instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores
intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la
más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin
ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su
suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde
el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con
hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía
acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la
chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra,
el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del
caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los
maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su
tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas
recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito
del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el
horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando
terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel
insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la
Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo
las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas
encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los
niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las
tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de
caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los
gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a
ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir.
Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor
civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en
un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo.
Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras
trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj
de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la
pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy
pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete
con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi
esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. “Qué tontería -me
dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos”. Sólo
entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la
chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y
el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes
en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja
donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de
Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas
empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.
De Franz Kafka, escritor Checo, "Ante la ley":
Ante la ley
[Cuento - Texto completo.]
Franz Kafka
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este
guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián
contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y
pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el
guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El
guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi
prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los
guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más
poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo
mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser
siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián,
con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de
tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián
le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al
guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa
brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras
cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores,
y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre,
que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por
valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto,
pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al
guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único
obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los
primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que
envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su
cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta
las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo
ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya
no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero
en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge
inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida.
Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden
en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace
señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte
comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse
mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos
ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es
posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera
entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus
desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído
con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
FIN
De mis cuentos favoritos: "La pata de mono" de W.W. Jacobs, escritor británico.
La pata de mono
[Cuento - Texto completo.]
W.W. Jacobs
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa
los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo
jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y
ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el
comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la
chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con
imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el
peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo
dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad
entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un
gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos
pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y
abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El
sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó
con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía
una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia
miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y
de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo
el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los
otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el
forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño
de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de
particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un
hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de
los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder:
Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió;
la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo
que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no
quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros
quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la
guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable,
tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris
a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto
modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del
sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los
otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con
prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No
quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y
famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás
dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo
Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas
doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el
talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó
en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus
pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó
cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y
deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio
de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición
horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés
guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y
vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la
miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua
para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de
mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del
sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de
prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono;
arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué
idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en
talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué
mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo
Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro
y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el
camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del
marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y
cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto
malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un
hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre
estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en
las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por
fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba
furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había
en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó
cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo
un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento… -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad
que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara
significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que
parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un
largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta
gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy
tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan
toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en
consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma
determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con
terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y
mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de
sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y
quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los
días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa
desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas
veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran
interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama
estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su
mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra
cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible
para que lo vieras…
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no
formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera
escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de
la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán,
con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció
cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo
miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con
terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se
acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de
allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer
que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi
apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre
volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se
acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La
oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo
y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo
para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi
imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se
repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer
golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la
soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas.
Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre
la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la
tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó
que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse;
en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente,
balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la
casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por
la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor
para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba
desierto y tranquilo.
FIN
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