Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida...
Así comienza el discurso "Elogio de la lectura y la ficción" del escritor peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura 2010.
"Aprendí a leer a los cinco años, en la
clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba
(Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi
setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las
palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las
barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán
Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan,
Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en
los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de
París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a
cuestas.
La lectura convertía el sueño en
vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que
era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras
cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues
me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea
eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el
tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que
llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera
aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado
Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y
calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me
animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en
aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he
tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me
contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a
mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi
tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida
paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo
extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo
feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al
volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e
imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los
maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó
que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner,
que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o
empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi,
Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en
una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa.
Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro,
un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones,
pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una
literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y
la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los
argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a
todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos
sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los
secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo
humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los
amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros
descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que
vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos
leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en
países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e
injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no
era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y
seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los
trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo
justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera
requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y
la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a
la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que
inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella
fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los
contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas.
Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más
conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor
del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es
protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la
ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera
saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de
absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor.
Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas
vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos
conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea
vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un
tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la
literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad,
nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los
regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la
cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para
reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores
independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que
la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las
ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y
que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en
el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al
inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo
está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la
rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y
la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de
aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre
barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes
entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos
une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios
que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab
en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio,
Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina
se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur,
el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a
enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los
pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el
estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio,
Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o
bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad
humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la
ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus
espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas
suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso,
que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las
injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables
víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por
quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con
el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el
pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás
los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada
de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el
fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no
se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores
provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso,
enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus
crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las
pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes
quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la
larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que,
con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político,
la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la
crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el
poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y
acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y
perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola,
escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los
fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer
nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos
escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería
el remedio para la explotación y las injusticias sociales que
arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi
decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el
demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y
se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la
Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo
autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los
disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la
invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y
gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah
Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura
democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un
ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de
Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al
hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre
sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a
París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir
allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire,
Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no
salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados.
Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas
inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una
disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus
estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y
Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar
Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la
Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas
literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de
la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos
olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a
Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el
Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia,
la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de
ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos
años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a
Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo,
Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos
estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los
cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no
era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de
opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el
chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias
que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
De entonces a esta época, no sin
tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como
decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer.
Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a
secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas,
como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal
que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos
populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda
y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia,
República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la
legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el
poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa
corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin
de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en
Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he
vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en
Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi
casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y
trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas
lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin
proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman
“las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría
mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no
seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis
historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo
que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien
aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la
nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene
reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede
ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento
espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos,
a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas
porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de
niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y
porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me
afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras
partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así.
Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder
la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos
democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones
diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las
dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la
de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid
de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy
Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los
peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe
de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la
acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos
polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez.
Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa
el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de
heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y
crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las
generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las
dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los
medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es
lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo,
solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los
resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se
enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a
menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos
valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María
Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya
fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los
peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y
culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me
enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que
fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los
ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del
mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan,
Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los
españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a
Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes,
Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes
dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su
reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la
heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú,
como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué
extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad
porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y
violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla,
pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y
crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos,
los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se
quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una
autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos
años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de
redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron
explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y,
en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda
claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una
responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue
siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola
excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y
mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si
no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a
ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados,
andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni
premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría
algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros,
recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen
Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran
lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía
perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser
peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que
España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no
sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la
historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en
suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida
Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba
todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y,
sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles
de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a
parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros,
corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces
prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que
Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante
en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la
capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar
el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue
también la capital cultural de América Latina por la cantidad de
pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países
latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona,
porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista,
pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos
años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo
trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de
Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y
trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra
civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y
fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en
una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era
inminente y que en la España democrática la cultura sería la
protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente,
la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de
las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo,
cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios
políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir
hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La
transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a
la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y
desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración
a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha
admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido
para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy
cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga
incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta
historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo,
ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo,
excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno
prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en
privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de
nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de
las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras
mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido
tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado,
ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado
astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas,
bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo
de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con
el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde
uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros
sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que
se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La
patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos
sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que
pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación
cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos
volver.
El Perú es para mí una Arequipa
donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis
tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas,
porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se
llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es
la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los
piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste
apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los
bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas
barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el
Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita
escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores
limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto
por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a
declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del
diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas
de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi
vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y
frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente
excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado,
donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en
el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un
país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de
tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que
con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el
Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por
tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo,
trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de
naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de
casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y
rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto
hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro,
Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la
existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas,
administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los
periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los
viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando
cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo
único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso
de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que
viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba,
donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las
historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos
entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de
misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años,
escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que
me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá,
porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y
buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la
que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que
todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel
caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a
vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió.
Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y
el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en
esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra,
donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a
escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión
prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de
resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo
intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas
las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de
la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador
ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación
que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me
hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la
amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha
hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años
construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que
la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un
desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto
y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas
en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí,
muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego
chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta
amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas
codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito
voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las
historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en
gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia,
con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto
y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una
conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la
historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue
hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el
amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado
mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una
gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que,
adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante,
de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me
precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta
hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que
novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la
narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a
la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo
cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el
recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los
últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para
refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y
sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro,
que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las
ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y
gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la
heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he
reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años,
me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a
actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y
hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida
escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la
fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer
bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana
Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica
experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación
falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a
orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos.
Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la
vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el
jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los
seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que
certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la
trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o
el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento
racional.
Siempre me ha fascinado imaginar
aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas
diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les
permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las
hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de
las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento
crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos
suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la
civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos
llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu,
la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas
de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las
estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por
primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los
misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso,
debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus
siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas
comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que
empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por
los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la
supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se
volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel
confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos
deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la
curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su
entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se
enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de
escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere
la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de
ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un
entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la
sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad
imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y
conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a
la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo
de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo
que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de
las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un
mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos,
un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de
veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en
otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del
garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la
tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han
multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres
sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha
sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos,
como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la
literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes
pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la
literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores
transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en
permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al
ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a
esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos
terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros
espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las
hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones
humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la
nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso
tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera
que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de
derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible".
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